Cuando Cristina era pequeña, a la salida del colegio me dijo: “mamá, ¿hoy también tenemos prisa?”
Casi veinte años después sigo con prisa…
Siento que no llego a lo que quiero hacer. Que no dedico el tiempo necesario a las cosas que me gustan y enriquecen y debo hacer muchas otras que no me agradan o no me apetecen (sí lo sé, así es la vida y así les pasa a la mayoría); así que tengo prisa. Prisa para llevar a cabo lo programado y al final del día me entra el desasosiego y la culpabilidad por lo no hecho. En las noches la cabeza quiere “adelantar” trabajo y si hay suerte aparece un momento de lucidez convertido en idea que rápidamente intento plasmar en un papel para que no se me olvide; pero la mayoría de las veces lo único que consigo es multiplicar el cansancio y los problemas, acumulándolos en un círculo vicioso que crece y crece… hasta convertirse en una montaña enorme al lado de la cual me siento chiquitita.
Así que en los días que pienso que puedo con todo y soy capaz de comerme el mundo sólo queda una opción: correr.
En estos días, los que tenemos dificultad para encontrar las diferencias entre lo que es importante o menos importante vamos a por todas, y nos embarcamos en un conflicto agotador, que suele dar lugar a lo que yo llamo “días lentos”.
En los “días lentos” los brazos, piernas y sobre todo la mente se niegan a actuar. El cuerpo pesa mucho más, como si llevaras cadenas colgando de las extremidades y la fuerza de la gravedad tirase fuertemente de ti hacia abajo. Como en esos sueños en los que corres y corres y no te mueves del mismo sitio y el lugar al que quieres llegar cada vez está más lejos… Y me visualizo desde un plano superior, quieta, con los brazos colgando, sin poder hacer otra cosas que mirar como el mundo gira y gira deprisa y no puedo hacer nada para seguirlo.
Imagen y Texto: Marta Areces